lunes, 8 de febrero de 2010

POR QUÉ TE VAS


Por qué, por qué te vas,
por qué, por qué te has ido,
por qué, por qué me dejas,
por qué de mí has huido.

¿He sido malo,
acaso cruel?
¿Te he hecho daño?
Por qué, por qué.

Dime una razón,
una solamente,
¡Ay! Estará mi corazón,
más triste que demente.

No, no respondas,
no, ya no hace falta,
que para las penas hondas,
¡también tengo yo otras altas!
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DIARIO DE UN AMIGO IMAGINARIO. Capítulo 2

- Sole… Soledad…
La voz de Raúl la trajo de vuelta al presente, y sus ojos azules, le hicieron esconder su mirada entre sus apuntes.
- Vamos a tomar unas cervezas aquí al lado…
- No puedo, tengo que estudiar -le cortó tratando de disimular su nerviosismo, guardando desordenadamente folios y bolígrafos en el bolso.
-¡Chica que estudiamos Psicología, no Ingeniería…! -oyó a su espalda, mientras abandonaba la clase a la carrera.
Ya en la calle, todavía con el pulso acelerado, se colocó los auriculares de su teléfono móvil, pero como de costumbre, no apretó ninguna tecla. Los veintidós minutos de trayecto entre la facultad y su piso, prefería hacerlos sólo en compañía de sus pensamientos. Avanzaba con ágiles zancadas y la mirada clavada en el suelo. A veces, cuando se obligaba a levantar la vista, se asombraba al descubrir las fachadas de los edificios, le parecía pasear por una ciudad desconocida, pero de inmediato volvía a clavar la mirada en el suelo, y regresaba a su ciudad, y a sus pensamientos.
Pensaba en su madre. Algo que no hacía nunca. Su madre no había sido más que un par de recuerdos tristes y dolorosos… hasta ayer. La recuerda sentada en un deprimente jardín, con los ojos vidriosos, la mirada perdida, y en silencio. Siempre en silencio. El mismo silencio con el que deshacían en el coche de la Hermana Julia, los pocos kilómetros de regreso al orfanato. Hasta aquel “no voy a volver más”, que no creía haber pronunciado en voz alta, hasta oír la réplica cantarina de la monja “pero chiquita, tu madre está malita y necesita…”, “mi madre no está mala, mi madre está loca”. Recuerda el estridente sonido del claxon del camión, que hizo que la Hermana Julia cambiase el rictus de asombro por el de miedo, y devolviese su atención a la carretera. El siguiente domingo pudo dormir hasta tarde, como el resto de sus compañeras.
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jueves, 4 de febrero de 2010

PASEOS

Me gusta pasear solo. Pasear sin destino, sin llegar a ninguna parte. Pasear y fumar. Pasear, fumar, y pensar. Pasear, fumar, pensar y sobretodo hablar, hablar mucho. Hablar con mi otro yo, con "el Listo" como yo lo llamo, con el que todo lo sabe. Sabe lo que va a pasar, lo que debo hacer, lo que debo decir... Aunque hay muchas veces que no le hago caso, y entonces pasa... "lo obvio" como él lo llama. Saco un cigarrillo, lo enciendo, empiezo a pasear y antes de echar el humo, ya le oigo decir -te lo dije, es que eres tonto Rafa, te lo dije, era obvio-. Y entonces saco humo y odio de mi pecho y pienso, "puto Listo de los cojones".
Ahora paseo más, fumo más, pienso más y hablo más. Porque también hablo con ella. Ahora sólo puedo hablar con ella paseando, solo... Y me gusta.
Sólo hago dos tipos de paseos. En círculos, y rectos, y siempre partiendo de mi casa. Con el Listo, en círculos; si quiero hablar mucho, pues círculos más amplios. Con ella, rectos; alejándome más y más de mi casa y de mi vida, intentando llegar donde podamos estar juntos otra vez, como antes, solos los dos, sin nada ni nadie más en el mundo, solos ella y yo. Pero no puedo, no llego... y regreso. No puedo... porque ella está muerta.
Sí, me gusta pasear. Y hablar. Ahora prefiero hablar con ella. Hablamos mucho. Hablamos de cuando ella estaba viva, de antes y después de conocerla, de ahora no, porque no quiero saber qué hace ahora... porque está muerta. Nos reímos mucho recordando nuestra vida, y siempre me regaña porque ahora fumo mucho y como poco.
Muchas veces después de un paseo recto, necesito uno en círculo -te lo dije, eres tonto Rafa. Era obvio- .El Listo siempre me dice que la olvide, que soy tonto, que siempre le tengo que ir a él con la pena, que haga con él como hago con los demás, que le finja a él también, que le diga que estoy bien, que no me importa que esté muerta, que le hable de otras que me quiero follar... como hago con los demás -eres tonto Rafa. Y además eres una nena-. El Listo no sabe que ahora tambien hablo con ella.
Me gusta mucho hablar con ella. Nos vamos alejando de mi casa poco a poco. Riendo, paseando, hablando... Pero siempre paro y regreso. Le digo que era la niña más bonita del mundo, que sólo necesitaba tenerla entre mis brazos para ser feliz, que me encantaba besarla, que quiero besarla ahora... -Rafa, estoy muerta-... Entonces paro, me doy la vuelta, y regreso.
Hoy también he necesitado un paseo en círculo después de uno recto -cómo que hablas con ella como hablas conmigo. Tú eres tonto Rafa, eres tonto y estás loco-. Puto Listo, qué sabrá él. Por qué tengo que olvidarla, me gusta pasear con ella. Y hablar -ayer la vi con otro... así que olvídala. Olvídala porque vas a acabar en un manicomio- Puto Listo de los cojones, quién es el loco aquí. Cómo va a verla con otro si está muerta. Yo la vi morir... poco a poco... hasta que ya no pudo más y se fue...
Ella está muerta, yo lo sé. Está muerta, está muerta, está muerta... y hoy me he jurado que intentaré no profanar su tumba.
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miércoles, 3 de febrero de 2010

PAVÉS. Capítulo 1

¿Una entrevista dice? ¿Y a santo de qué si puede saberse? ¿Después de tantos años? ¿Está seguro? Hmm. Qué raro. Años retirado sin echarme cuentas y ahora viene usted y me propone un reportaje. Perdone, pero todo esto me suena muy raro así que paso. Gracias por acordarse de uno y adiós muy buenas. Clong. Teléfono colgado. Que se busque otro. Yo ya estoy harto de hablar de mi carrera y que me recuerden lo poco que gané y lo mucho que la lié. ¿Éxitos? Muy escasos, la verdad. Se pueden contar con la palma de una mano, y sobran dedos. Dos para ser exactos. ¿Fracasos? ¿Escándalos? De esos tengo a puñados. Y tengo que reconocer que de algunos estoy bastante más orgulloso que de mis triunfos de etapa. Corrí como profesional nueve años, de principios del 79, en el que debuté en una Vuelta a Andalucía en la que me sentí como un niño con zapatos nuevos hasta el Tour del 88 del que me echaron por dopaje. El momento más triste de toda mi carrera y también el último. Vaya estampa. Perico en el podio de los Campos Elíseos convirtiéndose en el tercer español en ganar la ronda francesa y yo camino de mi casa, por la puerta de atrás, y con el rabo entre las piernas. Maldita testosterona de las narices. No era rápido, no era fuerte, y tampoco tenía resistencia. Para las cronos me faltaba concentración. Para todas. Para las cortas, para las largas, y sobretodo para las que se corrían por equipos. No me gustaban nada. Y de la alta montaña mejor ni hablar. Ni subía bien los puertos ni los bajaba con habilidad. Vamos, que de clase lo que se dice clase no es que estuviera muy sobrado pero en cambio de temperamento, de eso que los periodistas llaman carácter cuando en realidad quieren decir huevos, de eso sí que tenía para dar y regalar. Que yo habré sido un gregario de segunda fila al que las piernas no respondían casi nunca pero como se me cruzaran un buen día las bielas era capaz de dar una guerra que no veas. Ring de nuevo. ¿Será este tío otra vez? ¿Sí? ¿No se rinde usted? A ver, de qué quiere hablar. Le advierto que como insinúe algo de sacar trapos sucios lo mando a la mierda pero ya. Ah, que no es eso. ¿Y de qué se trata entonces?

Estamos a principios de junio del 96. Acaba de terminar un Giro de Italia extraño que arrancó en Atenas y que ha ganado Pavel Tonkov por delante de Enrico Zaina y de Abrahám Olano y que he seguido con bastante parsimonia por la tele. Me cuenta que en su periódico están preparando un especial para julio sobre la próxima edición del Tour de Francia en el que Indurain va a intentar hacer lo que nadie ha logrado aún en la historia. Ganar seis Tours, y además ganarlos seguidos. ¿Y qué tengo que ver yo con eso? Yo que me fui del Tour como un leproso y que no he vuelto a poner un pie en Francia desde mi expulsión. ¿Grandes gestas sin conseguir? ¿De qué me habla? ¿Me lo explica? Al principio no me entero muy bien de qué me habla así que me callo y dejo que me cuente de qué va el reportaje exactamente: logros que aún quedan por batir en el ciclismo español y de los hombres que han estado a punto de conseguirlos en el pasado. El motivo de llamarle a usted, me dice, no es ni su participación en el Tour, ni sus prácticas dopantes del pasado. Tampoco lo son ni sus peleas con otros corredores ni su despido fulminante de su equipo ciclista. El motivo es anterior a todo eso. Tiene que ver con los inicios de su carrera, cuando era un chaval y se quedó a las puertas de la victoria en la clásica más importante del calendario ciclista. Quiero que me cuente cómo vivió el Infierno del Norte. Cómo fue aquella Paris-Roubaix del 81 que tan cerca estuvo de ganar. Vaya, qué sorpresa. Esto no me lo esperaba. Parece que este tío va acabar hablando bien de mí después de todo. ¿Qué me dice? ¿Acepta? Estoy dispuesto a ir a su casa ahora mismo con un fotógrafo y realizarle una entrevista. ¿Qué contesta? Y entonces algo pasó en mi cabeza que se nubló por completo y se hizo el silencio. ¿Hola? ¿Sigue ahí? Ya no pude articular palabra. Mira que quise pero no pude. De haber podido hacerlo le habría dicho que encantado, que viniera a casa cuando quisiera, faltaría más, que tenía las puertas abiertas y que viniera con los fotógrafos que le diera la gana que aquí estaría yo preparándole té con pastas. Pero no pude. Tenía la mente en blanco. Hacía tanto de aquello. ¡Quince años ya! ¿Oiga? ¿Oiga? El tío siguió desgañitándose durante un buen rato sin resultado alguno. Dejé el teléfono en la mesa y me acerqué al escritorio del salón movido como por una fuerza superior. Llegué a la mesa a trompicones y casi sin darme cuenta me fijé en el pisapapeles que estaba en aquella misma mesa desde hacía quince años ya. Me acerqué mucho. Mucho. Allí estaba él y allí estaba yo. Frente a frente. Mirándonos. De un lado, yo, un ciclista retirado, viejo, y oxidado, sin ningún logro reseñable en su currículo; y del otro, él, un maldito, irregular, y sucio adoquín de carretera que una tarde lluviosa de primavera me traje del norte de Francia con un juramento bajo el brazo. La promesa de no poner un pie de nuevo sobre aquellos terribles adoquines. Pavés, dije. ¿Qué hay de nuevo, viejo?
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lunes, 1 de febrero de 2010

DIARIO DE UN AMIGO IMAGINARIO. Capítulo 1

Sentía los pies y las orejas heladas. Y le dolían. Sobretodo los pies, que estrenaban unas ridículas botitas de charol, inadecuadas para una fría mañana de invierno. Fijaba su mirada en un oscuro e interminable hueco abierto en un muro, en el que dos hombres se esforzaban en introducir una caja de madera. No le parecía el lugar más adecuado para descansar eternamente, pero no se atrevió a llevarle la contraria a la Hermana Julia. Notaba la presión de su huesuda mano sobre el hombro, y de vez en cuando la oía susurrar tu madre ya te observa desde el cielo. Había un hombre de espaldas al sol siguiendo la escena desde la distancia. No estaba triste, o no más de lo habitual, y trataba de parecer todo lo solemne y madura, que sus recién inaugurados seis años le permitían. Aunque a ella, todo este proceso, le recordaba a cuando no te atreves a deshacerte de unos queridos zapatos viejos, y los entierras al fondo del armario, en una caja que no les pertenece. Leer más...

jueves, 28 de enero de 2010

LOS NIÑOS DE LA NOCHE

Maldita noche. Primero fue la lluvia, una intensa lluvia del demonio que nos cayó encima nada más salir. Mira que llueve poco por aquí pero basta que nos pongamos en marcha para que empiece a llover. Está visto que siempre nos toca, en cuanto pisamos el monte, nos cae el diluvio universal. No falla, es algo matemático. Este invierno hemos salido dos veces por semana y no hay noche que no nos calemos hasta los huesos. Y lo peor de todo no es la lluvia, lo peor es el frío atroz que viene luego, un frío tan gélido que parece que estemos en el mismo ártico. Debí coger un par de calcetines más para esto. Con los pies helados no se puede ganar una guerra, no señor. En el ejército se dice que hay un par de cosas básicas para sobrevivir a una batalla. Una es mantener tus pies secos y calientes por si tienes que salir pitando del monte bajo una lluvia de granadas. La otra es tener cuidado en no caer en una emboscada, estar siempre alerta y no menospreciar a tu enemigo, y desde luego, no perderse en el monte.

- ¡Alonso, tráeme el mapa enseguida!

Nosotros estamos perdidos en el monte. Siete hombres del ejército republicano completamente perdidos en medio de olivares helados. Nos llaman Los niños de la noche y se supone que nos movemos como pez en el agua desde que oscurece hasta que amanece pero yo no termino de acostumbrarme. Desde hace meses hacemos incursiones nocturnas de sabotaje tras las líneas enemigas. Esta noche debíamos cortar la línea de ferrocarril que une Córdoba con Villa del Río pero nos hemos perdido. Llevamos horas dando vueltas sin sentido y sólo espero que no estemos tan cerca de una columna de fascistas como me temo porque en breve va a empezar a amanecer y no querría tener que salir corriendo de aquí con mis pies congelados. Y para colmo está entrando niebla. Sólo falta que me parta un rayo. Maldita noche que llevo.

- ¡Alonso, por lo que más quieras, date prisa!

- Ya estoy aquí, lo siento, no lo encontraba, mi sargento −dijo Alonso−

Alonso es buen tío, lleva en esto conmigo desde el mismo 18 de julio cuando tuvimos que huir de nuestro pueblo. Ahora mismo, si tuviera que confiarle mi vida a alguien, se la confiaría a él sin dudarlo. Con el sargento es distinto. A veces me dan ganas de pegarle un tiro.

- ¿Dónde crees que estemos? −dijo el sargento−

- No podría asegurarlo pero yo diría que por aquí, cerca del cortijo de los hermanos Domínguez −respondió Alonso−

- Pero, eso no puede ser… ¡Estamos casi a 2 kilómetros de nuestro objetivo! ¿¡Cómo demonios hemos ido a para aquí!?

- Baje la voz sargento, va a despertar a todas las tropas rebeldes de la zona −le dije−

- Déjame tranquilo, Antonio, intento ver cómo llegar a las vías del tren −repuso él−

- Olvídese de las vías, −le insistí− tenemos que salir de aquí antes de que amanezca.

- No empieces, ¿quieres? Aquí estoy yo al mando, y soy yo el que decide lo que hacemos y lo que no, ¿por qué no te quedas callado un rato para variar?

De verdad que le pegaba un tiro sin pensármelo.

- Vamos a seguir −dijo el sargento− aún tenemos tiempo.

De repente, se oyó un ruido seco, fuerte, y no muy lejos.

- ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? − preguntó nervioso el sargento−

Rafael se acercó corriendo hasta nuestra posición. Rafael es nuestra avanzadilla, va siempre unos metros por delante, enseñándonos el camino.

- Rafael, cuenta, ¿qué hay? −le preguntó el sargento−

- Creo que he visto movimiento de hombres, me ha parecido ver a una pequeña patrulla a unos 80 ó 90 metros monte arriba −respondió Rafael−

- ¿Una patrulla? ¿Estás seguro? −le dije−

- Podría ser.

- Pues vuelve allí y asegúrate −le ordenó el sargento−

- Deberíamos largarnos de aquí enseguida −insistí−

- ¡Cállate, Antonio, o te mando a retaguardia! −me gritó− Vuelve allí Rafael, ¡ahora!

Y allí volvió Rafael, con una cara tan desencajada que podía sentirse el miedo en sus ojos. Nosotros esperamos agazapados hasta que llegara a su posición. Junto a mí estaba Esteban, el hermano mayor de Rafael, al que tuve que sujetarle el brazo para que no saltara sobre el sargento. Esteban es nuestro mejor hombre de asalto, una máquina en la lucha cuerpo a cuerpo. En un comando como el nuestro cada uno tiene una función específica que se complementa perfectamente con la de los demás.

Yo me encargo de los explosivos, soy el que vuela los objetivos. Se supone que soy esencial en el grupo pero la verdad es que uno nunca se siente muy a gusto con cuatro quilos de dinamita en el petate. Si Rafael es nuestro guía, Alonso es nuestra brújula, y si el inútil de nuestro sargento lo dejara trabajar en paz, no nos habríamos perdido. Andrés tiene veinte pocos años y es tirador, el más certero del grupo, un hacha con el fusil a grandes distancias, y un valor seguro. Manuel, en cambio, es novato en el comando, es un aprendiz de sanitario que nos han asignado como reemplazo del que teníamos antes, un dentista de Sevilla que cayó en combate hace dos noches. Manuel tiene sólo dieciocho años, y me recuerda mucho a mi primo Francisco. Hace mucho que no veo a mi primo, en realidad más que un primo es un hermano para mí, y lleva desaparecido desde el mismo día del levantamiento.

- ¿Despejado? −le preguntó a Rafael el sargento− ¿Rafael?

Y entonces pasó. Una bala surcó la fría noche rompiendo en dos la espesa niebla, y acabando instantáneamente con la vida de Rafael Morales. El disparo certero le alcanzó en plena cabeza. Nos tiramos a cubierto, a ambos lados del camino, y tratamos de abrir fuego a discreción pero no pudimos, el enemigo se nos había adelantado. Tuve que aguantar a Esteban con fuerza para que no se lanzara como un loco hacia una muerte segura para vengar a su hermano pequeño. Nos habían descubierto y ahora estábamos en una posición de desventaja. Teníamos que salir de allí enseguida.

No recuerdo mucho del tiroteo, sólo que el sargento fue el segundo en caer cuando empezaron a golpearnos con fuego de mortero. Era hora de correr, de correr sin parar con los calcetines mojados monte abajo. Nos tiramos por el monte, bajo una lluvia de disparos y granadas que parecía definitiva. Corrimos lo indecible, tratando de buscar refugio, y nos sumergimos en la niebla. Allí les despistamos. Nos guarecimos bajo un gran peñasco y recuperamos el aliento durante un par de minutos. Entonces hicimos recuento y nos dimos cuenta que nos faltaba Manuel… ¡Demonios! Habíamos perdido al chico. No sabíamos si estaba vivo o muerto porque ninguno le había visto caer. Seguramente estaría como nosotros, escondido bajo una roca tan fría como la nuestra.

Esteban empezó a llorar, lloró de una forma tan dolorosa que no le salían ni los gritos de la garganta. Le abracé, intentando consolarlo contra mi hombro, pero la verdad es que poco consuelo podía darle para aliviar una pérdida tan honda como la suya. Todavía sería de noche durante un par de horas así que aún podíamos salir bien de todo este follón. Les convencí de que era posible. Nos movimos rápido. En silencio y con sigilo, como solemos hacerlo. Acordamos dar un pequeño rodeo y buscar a Manuel. Teníamos tiempo de buscarlo y corrimos campo a través.

La niebla nos salvó, gracias a ella les perdimos de vista sin demasiados problemas pero la verdad es que tras media hora de huida por el monte habíamos perdido toda referencia geográfica y estábamos tan perdidos como al principio. Y sin rastro alguno de Manuel.

- ¿Qué hacemos, Antonio? −me dijo Alonso− No podemos seguir buscándole. Pronto amanecerá y seremos un blanco fácil. Debemos regresar.

- Yo no pienso volver sin cargarme a una docena de esos fascistas −vociferó Esteban−

Alonso tenía razón. Perdidos en el monte, con dos bajas seguras, y con un chico de dieciocho años desaparecido, nuestra mejor opción era sin duda volver al campamento y dar gracias por haber salvado el pellejo. El problema estaba en que con la maldita niebla no sabíamos dónde demonios estábamos y mucho menos cuál era el mejor camino para regresar. Apenas se veía, no teníamos referencias, no reconocíamos nada. Estábamos en apuros y seguíamos sin saber nada de Manuel. Entonces Andrés tropezó con algo, cayó al suelo y la vimos. La teníamos al lado y ni nos habíamos enterado. La vía del ferrocarril.

La seguimos, monte arriba, durante unos doscientos metros más o menos hasta que llegamos a una especie de intercambiador. Alrededor del cambio de vías había un par de edificios casi en ruinas, consecuencia segura de los bombardeos del mes pasado. Alonso reconoció el lugar, era nuestro objetivo, de eso no había duda, así que nos pusimos a trabajar en seguida. Andrés se agazapó detrás de un pequeño muro y empezó a examinar uno a uno los edificios colindantes a la vía por si había enemigos acechando. La niebla seguía siendo espesa y aunque ya despuntaban los primeros rayos del día y empezaba a clarear podíamos cumplir nuestra misión sin miedo a ser descubiertos. En cinco minutos todo estaría listo. Alonso y Esteban inspeccionaron el lugar hasta dar con el sitio idóneo para la voladura. Yo, preparé el explosivo. Por culpa de la lluvia tenía parte del material inservible pero pude apañármelas para juntar una carga lo suficientemente potente como para destrozar las vías del tren.

Si teníamos éxito, cortaríamos las comunicaciones entre Córdoba y parte de los pueblos de la provincia y evitaríamos así que la columna nacional del sargento coronel Redondo tuviera vía libre para abastecer sus tropas en su camino para apoderarse de Málaga. Si volábamos las vías conseguiríamos más tiempo para nuestros hermanos de Málaga, en eso consistía nuestra misión, para eso salimos al monte siete hombres del ejército republicano en una fría y mojada noche de diciembre de 1936. Después de que Sevilla y Córdoba hubieran caído en manos del ejército rebelde, el general Queipo de Llano sabía que Málaga era el siguiente paso para dominar Andalucía. Con Málaga en su poder tendría casi toda Andalucía controlada y podría concentrarse en avanzar hacia el norte, hacia Madrid, donde nuestro ejército, se estaba haciendo muy fuerte bajo el mando del general Miaja. Por eso, para avanzar sobre Málaga, inició el 14 del presente mes una gran ofensiva en la provincia de Córdoba, una ofensiva que llamó la Campaña de la aceituna, y que ahora, cuando empezaba a amanecer del día 26 de diciembre, cuatro hombres trataban de sabotear. Ya está, ya acabé de colocar la carga, ya sólo queda que Esteban prenda fuego a la mecha. En breve, volaríamos el intercambiador y saldríamos pitando de vuelta al campamento. El tiempo de buscar a Manuel, desgraciadamente, acabó hace rato. La niebla era espesa, nos protegía, podíamos hacerlo.

Empezaron a dispararnos. Desde lo alto de alguna maldita casa en ruinas, empezaron a caernos balas. Me tumbé a cubierto, rápido, a salvo. Alonso no tuvo tanta suerte, fue alcanzado en la pierna y quedó malherido junto a la vía, a descubierto, completamente indefenso, retorciéndose de dolor. Tranquilo, amigo, en seguida salgo por ti, ¡aguanta! El francotirador era bueno, una vez que alcanzó a Alonso ya no disparó más, esperó que alguno de nosotros fuera a socorrerlo para ir cazándonos uno a uno. Era bueno, seguro, bueno y experto. Pero era sólo uno.

Andrés se preparó, dependíamos de él. Se movió entre la niebla, se alejó de nosotros, y entre escombros, buscó una buena posición para sorprender al tirador. Entonces disparó. Un cristal estalló en mil pedazos en una ventana de un segundo piso. Andrés había fallado. El tirador contestó el disparo pero tampoco acertó. Andrés sabía moverse bien. Salí corriendo de mi escondite y recogí a Alonso. Eché a mi amigo sobre mi hombro y me lo llevé a cubierto. Estaba a salvo, los dos lo estábamos. Andrés volvió a disparar y durante un eterno minuto se hizo el silencio. Ahora le había acertado de lleno. Entre la niebla, se acercó a nosotros, presto, sin duda, con la confianza del deber cumplido. Estando tan sólo a unos metros de Esteban, le sonrío y entonces, un nuevo disparó cruzó el cielo, y cayó desplomado, inerte. El tirador seguía vivo, y mientras lo estuviera no podríamos volar las vías, estábamos a su merced. Esteban se encontraba junto a la mecha, todo lo que tenía que hacer yo, era acabar el trabajo que Andrés no pudo hacer para darle así tiempo a Esteban a que lo volara todo.

- No vayas, Antonio −me dijo Alonso− no caigas tú también, amigo.

Miré a Alonso, fijamente, pero no le dije nada. Salí de donde estaba y empecé a correr hacia el edificio. Sentí una bala pasar junto a mi cabeza pero seguí corriendo, tan rápido como mis pies mojados me permitían. Esteban se puso en pie y disparó hacia la casa, cubriéndome. Gracias a él, llegué a la puerta, si no, no lo habría conseguido. Entré acelerado, con el corazón a punto de estallarme, sin mirar siquiera a mí alrededor, cruzando entre cristales rotos, ciego de odio, ciego de rabia, con los ojos encendidos y una única idea en mi mente: matar. Subí al piso de arriba, comiéndome los escalones de dos en dos, sin asegurarme, cometiendo imprudencias.

Al llegar arriba, descubrí por qué aún seguía vivo. Un reguero de sangre inundaba la estancia, y me indicaba el camino hacia mi enemigo. Andrés le había acertado después de todo. Me acerqué mucho, demasiado, tanto que podía sentir la respiración de ese maldito fascista. Preparé mi arma, y sin darme un segundo siquiera para retomar aliento, fui a su encuentro. Nunca había matado tan de cerca como lo iba a hacer en ese instante, nunca cuerpo a cuerpo, nunca mirando fijamente a mi víctima a los ojos. Así que decidí no hacerlo, dejé mi mirada perdida y grité tan fuerte como me permitieron mis pulmones. Descargué sobre mi adversario tan rápido mi fusil que no fui capaz de verlo.

Cuando volví en mí, ya estaba hecho, había acabado con la vida de un joven muchacho y conocí el horror en primera persona. Manuel, el aprendiz de sanitario, el muchacho novato que perdimos en el monte hace tan sólo unas horas yacía junto a mí con un letal agujero en la garganta. Su cuerpo se agitó durante un par de segundos. Luego, se quedó quieto, para siempre. ¿Qué había hecho, dios mío? ¿¡Qué había hecho!? Se oyeron más disparos, abajo, junto a las vías. Algo estaba pasando pero yo era incapaz de alzar la vista, no podía apartarla de la cara de Manuel. Oí a Esteban gritar, luego hubo más disparos, y entonces Esteban dejó de gritar.

- Quitad los explosivos, rápido… −se oyó a lo lejos−

Sabía lo que estaba pasando, sabía que todo había sido un desastre. Mientras los escuché subiendo las escaleras me senté junto a Manuel y me quité las botas. Mis calcetines seguían chorreando así que me los quité también. Un soldado franquista entró en la habitación y me vio allí sentado, completamente abatido. No fui capaz de reconocerlo bajo el uniforme nacional.

- ¡Antonio!

Hacia tanto que no veía a mi primo que tardé tiempo en darme cuenta que lo tenía delante. Cuando por fin lo hice, dos soldados más entraron en la habitación. Dos soldados más, y un suboficial del ejército enemigo.

- ¿Le conoces? −le preguntó el suboficial a mi primo Francisco−

- Sí, señor, es mi primo Antonio, de mi pueblo…

- Bien, pues ya que le conoces, acaba con él.

El suboficial le tendió su propia pistola, y mientras mi primo me encañonó miré hacia la ventana. La niebla por fin se disipaba. Mi última noche acababa y amanecía un nuevo día. Antes de esta maldita guerra fratricida Esteban y Rafael eran campesinos, Andrés panadero, y Alonso maestro escuela. Antes de esta guerra mi primo Francisco quería ser abogado. Antes de esta guerra yo era feliz.
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