jueves, 28 de enero de 2010

LOS NIÑOS DE LA NOCHE

Maldita noche. Primero fue la lluvia, una intensa lluvia del demonio que nos cayó encima nada más salir. Mira que llueve poco por aquí pero basta que nos pongamos en marcha para que empiece a llover. Está visto que siempre nos toca, en cuanto pisamos el monte, nos cae el diluvio universal. No falla, es algo matemático. Este invierno hemos salido dos veces por semana y no hay noche que no nos calemos hasta los huesos. Y lo peor de todo no es la lluvia, lo peor es el frío atroz que viene luego, un frío tan gélido que parece que estemos en el mismo ártico. Debí coger un par de calcetines más para esto. Con los pies helados no se puede ganar una guerra, no señor. En el ejército se dice que hay un par de cosas básicas para sobrevivir a una batalla. Una es mantener tus pies secos y calientes por si tienes que salir pitando del monte bajo una lluvia de granadas. La otra es tener cuidado en no caer en una emboscada, estar siempre alerta y no menospreciar a tu enemigo, y desde luego, no perderse en el monte.

- ¡Alonso, tráeme el mapa enseguida!

Nosotros estamos perdidos en el monte. Siete hombres del ejército republicano completamente perdidos en medio de olivares helados. Nos llaman Los niños de la noche y se supone que nos movemos como pez en el agua desde que oscurece hasta que amanece pero yo no termino de acostumbrarme. Desde hace meses hacemos incursiones nocturnas de sabotaje tras las líneas enemigas. Esta noche debíamos cortar la línea de ferrocarril que une Córdoba con Villa del Río pero nos hemos perdido. Llevamos horas dando vueltas sin sentido y sólo espero que no estemos tan cerca de una columna de fascistas como me temo porque en breve va a empezar a amanecer y no querría tener que salir corriendo de aquí con mis pies congelados. Y para colmo está entrando niebla. Sólo falta que me parta un rayo. Maldita noche que llevo.

- ¡Alonso, por lo que más quieras, date prisa!

- Ya estoy aquí, lo siento, no lo encontraba, mi sargento −dijo Alonso−

Alonso es buen tío, lleva en esto conmigo desde el mismo 18 de julio cuando tuvimos que huir de nuestro pueblo. Ahora mismo, si tuviera que confiarle mi vida a alguien, se la confiaría a él sin dudarlo. Con el sargento es distinto. A veces me dan ganas de pegarle un tiro.

- ¿Dónde crees que estemos? −dijo el sargento−

- No podría asegurarlo pero yo diría que por aquí, cerca del cortijo de los hermanos Domínguez −respondió Alonso−

- Pero, eso no puede ser… ¡Estamos casi a 2 kilómetros de nuestro objetivo! ¿¡Cómo demonios hemos ido a para aquí!?

- Baje la voz sargento, va a despertar a todas las tropas rebeldes de la zona −le dije−

- Déjame tranquilo, Antonio, intento ver cómo llegar a las vías del tren −repuso él−

- Olvídese de las vías, −le insistí− tenemos que salir de aquí antes de que amanezca.

- No empieces, ¿quieres? Aquí estoy yo al mando, y soy yo el que decide lo que hacemos y lo que no, ¿por qué no te quedas callado un rato para variar?

De verdad que le pegaba un tiro sin pensármelo.

- Vamos a seguir −dijo el sargento− aún tenemos tiempo.

De repente, se oyó un ruido seco, fuerte, y no muy lejos.

- ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? − preguntó nervioso el sargento−

Rafael se acercó corriendo hasta nuestra posición. Rafael es nuestra avanzadilla, va siempre unos metros por delante, enseñándonos el camino.

- Rafael, cuenta, ¿qué hay? −le preguntó el sargento−

- Creo que he visto movimiento de hombres, me ha parecido ver a una pequeña patrulla a unos 80 ó 90 metros monte arriba −respondió Rafael−

- ¿Una patrulla? ¿Estás seguro? −le dije−

- Podría ser.

- Pues vuelve allí y asegúrate −le ordenó el sargento−

- Deberíamos largarnos de aquí enseguida −insistí−

- ¡Cállate, Antonio, o te mando a retaguardia! −me gritó− Vuelve allí Rafael, ¡ahora!

Y allí volvió Rafael, con una cara tan desencajada que podía sentirse el miedo en sus ojos. Nosotros esperamos agazapados hasta que llegara a su posición. Junto a mí estaba Esteban, el hermano mayor de Rafael, al que tuve que sujetarle el brazo para que no saltara sobre el sargento. Esteban es nuestro mejor hombre de asalto, una máquina en la lucha cuerpo a cuerpo. En un comando como el nuestro cada uno tiene una función específica que se complementa perfectamente con la de los demás.

Yo me encargo de los explosivos, soy el que vuela los objetivos. Se supone que soy esencial en el grupo pero la verdad es que uno nunca se siente muy a gusto con cuatro quilos de dinamita en el petate. Si Rafael es nuestro guía, Alonso es nuestra brújula, y si el inútil de nuestro sargento lo dejara trabajar en paz, no nos habríamos perdido. Andrés tiene veinte pocos años y es tirador, el más certero del grupo, un hacha con el fusil a grandes distancias, y un valor seguro. Manuel, en cambio, es novato en el comando, es un aprendiz de sanitario que nos han asignado como reemplazo del que teníamos antes, un dentista de Sevilla que cayó en combate hace dos noches. Manuel tiene sólo dieciocho años, y me recuerda mucho a mi primo Francisco. Hace mucho que no veo a mi primo, en realidad más que un primo es un hermano para mí, y lleva desaparecido desde el mismo día del levantamiento.

- ¿Despejado? −le preguntó a Rafael el sargento− ¿Rafael?

Y entonces pasó. Una bala surcó la fría noche rompiendo en dos la espesa niebla, y acabando instantáneamente con la vida de Rafael Morales. El disparo certero le alcanzó en plena cabeza. Nos tiramos a cubierto, a ambos lados del camino, y tratamos de abrir fuego a discreción pero no pudimos, el enemigo se nos había adelantado. Tuve que aguantar a Esteban con fuerza para que no se lanzara como un loco hacia una muerte segura para vengar a su hermano pequeño. Nos habían descubierto y ahora estábamos en una posición de desventaja. Teníamos que salir de allí enseguida.

No recuerdo mucho del tiroteo, sólo que el sargento fue el segundo en caer cuando empezaron a golpearnos con fuego de mortero. Era hora de correr, de correr sin parar con los calcetines mojados monte abajo. Nos tiramos por el monte, bajo una lluvia de disparos y granadas que parecía definitiva. Corrimos lo indecible, tratando de buscar refugio, y nos sumergimos en la niebla. Allí les despistamos. Nos guarecimos bajo un gran peñasco y recuperamos el aliento durante un par de minutos. Entonces hicimos recuento y nos dimos cuenta que nos faltaba Manuel… ¡Demonios! Habíamos perdido al chico. No sabíamos si estaba vivo o muerto porque ninguno le había visto caer. Seguramente estaría como nosotros, escondido bajo una roca tan fría como la nuestra.

Esteban empezó a llorar, lloró de una forma tan dolorosa que no le salían ni los gritos de la garganta. Le abracé, intentando consolarlo contra mi hombro, pero la verdad es que poco consuelo podía darle para aliviar una pérdida tan honda como la suya. Todavía sería de noche durante un par de horas así que aún podíamos salir bien de todo este follón. Les convencí de que era posible. Nos movimos rápido. En silencio y con sigilo, como solemos hacerlo. Acordamos dar un pequeño rodeo y buscar a Manuel. Teníamos tiempo de buscarlo y corrimos campo a través.

La niebla nos salvó, gracias a ella les perdimos de vista sin demasiados problemas pero la verdad es que tras media hora de huida por el monte habíamos perdido toda referencia geográfica y estábamos tan perdidos como al principio. Y sin rastro alguno de Manuel.

- ¿Qué hacemos, Antonio? −me dijo Alonso− No podemos seguir buscándole. Pronto amanecerá y seremos un blanco fácil. Debemos regresar.

- Yo no pienso volver sin cargarme a una docena de esos fascistas −vociferó Esteban−

Alonso tenía razón. Perdidos en el monte, con dos bajas seguras, y con un chico de dieciocho años desaparecido, nuestra mejor opción era sin duda volver al campamento y dar gracias por haber salvado el pellejo. El problema estaba en que con la maldita niebla no sabíamos dónde demonios estábamos y mucho menos cuál era el mejor camino para regresar. Apenas se veía, no teníamos referencias, no reconocíamos nada. Estábamos en apuros y seguíamos sin saber nada de Manuel. Entonces Andrés tropezó con algo, cayó al suelo y la vimos. La teníamos al lado y ni nos habíamos enterado. La vía del ferrocarril.

La seguimos, monte arriba, durante unos doscientos metros más o menos hasta que llegamos a una especie de intercambiador. Alrededor del cambio de vías había un par de edificios casi en ruinas, consecuencia segura de los bombardeos del mes pasado. Alonso reconoció el lugar, era nuestro objetivo, de eso no había duda, así que nos pusimos a trabajar en seguida. Andrés se agazapó detrás de un pequeño muro y empezó a examinar uno a uno los edificios colindantes a la vía por si había enemigos acechando. La niebla seguía siendo espesa y aunque ya despuntaban los primeros rayos del día y empezaba a clarear podíamos cumplir nuestra misión sin miedo a ser descubiertos. En cinco minutos todo estaría listo. Alonso y Esteban inspeccionaron el lugar hasta dar con el sitio idóneo para la voladura. Yo, preparé el explosivo. Por culpa de la lluvia tenía parte del material inservible pero pude apañármelas para juntar una carga lo suficientemente potente como para destrozar las vías del tren.

Si teníamos éxito, cortaríamos las comunicaciones entre Córdoba y parte de los pueblos de la provincia y evitaríamos así que la columna nacional del sargento coronel Redondo tuviera vía libre para abastecer sus tropas en su camino para apoderarse de Málaga. Si volábamos las vías conseguiríamos más tiempo para nuestros hermanos de Málaga, en eso consistía nuestra misión, para eso salimos al monte siete hombres del ejército republicano en una fría y mojada noche de diciembre de 1936. Después de que Sevilla y Córdoba hubieran caído en manos del ejército rebelde, el general Queipo de Llano sabía que Málaga era el siguiente paso para dominar Andalucía. Con Málaga en su poder tendría casi toda Andalucía controlada y podría concentrarse en avanzar hacia el norte, hacia Madrid, donde nuestro ejército, se estaba haciendo muy fuerte bajo el mando del general Miaja. Por eso, para avanzar sobre Málaga, inició el 14 del presente mes una gran ofensiva en la provincia de Córdoba, una ofensiva que llamó la Campaña de la aceituna, y que ahora, cuando empezaba a amanecer del día 26 de diciembre, cuatro hombres trataban de sabotear. Ya está, ya acabé de colocar la carga, ya sólo queda que Esteban prenda fuego a la mecha. En breve, volaríamos el intercambiador y saldríamos pitando de vuelta al campamento. El tiempo de buscar a Manuel, desgraciadamente, acabó hace rato. La niebla era espesa, nos protegía, podíamos hacerlo.

Empezaron a dispararnos. Desde lo alto de alguna maldita casa en ruinas, empezaron a caernos balas. Me tumbé a cubierto, rápido, a salvo. Alonso no tuvo tanta suerte, fue alcanzado en la pierna y quedó malherido junto a la vía, a descubierto, completamente indefenso, retorciéndose de dolor. Tranquilo, amigo, en seguida salgo por ti, ¡aguanta! El francotirador era bueno, una vez que alcanzó a Alonso ya no disparó más, esperó que alguno de nosotros fuera a socorrerlo para ir cazándonos uno a uno. Era bueno, seguro, bueno y experto. Pero era sólo uno.

Andrés se preparó, dependíamos de él. Se movió entre la niebla, se alejó de nosotros, y entre escombros, buscó una buena posición para sorprender al tirador. Entonces disparó. Un cristal estalló en mil pedazos en una ventana de un segundo piso. Andrés había fallado. El tirador contestó el disparo pero tampoco acertó. Andrés sabía moverse bien. Salí corriendo de mi escondite y recogí a Alonso. Eché a mi amigo sobre mi hombro y me lo llevé a cubierto. Estaba a salvo, los dos lo estábamos. Andrés volvió a disparar y durante un eterno minuto se hizo el silencio. Ahora le había acertado de lleno. Entre la niebla, se acercó a nosotros, presto, sin duda, con la confianza del deber cumplido. Estando tan sólo a unos metros de Esteban, le sonrío y entonces, un nuevo disparó cruzó el cielo, y cayó desplomado, inerte. El tirador seguía vivo, y mientras lo estuviera no podríamos volar las vías, estábamos a su merced. Esteban se encontraba junto a la mecha, todo lo que tenía que hacer yo, era acabar el trabajo que Andrés no pudo hacer para darle así tiempo a Esteban a que lo volara todo.

- No vayas, Antonio −me dijo Alonso− no caigas tú también, amigo.

Miré a Alonso, fijamente, pero no le dije nada. Salí de donde estaba y empecé a correr hacia el edificio. Sentí una bala pasar junto a mi cabeza pero seguí corriendo, tan rápido como mis pies mojados me permitían. Esteban se puso en pie y disparó hacia la casa, cubriéndome. Gracias a él, llegué a la puerta, si no, no lo habría conseguido. Entré acelerado, con el corazón a punto de estallarme, sin mirar siquiera a mí alrededor, cruzando entre cristales rotos, ciego de odio, ciego de rabia, con los ojos encendidos y una única idea en mi mente: matar. Subí al piso de arriba, comiéndome los escalones de dos en dos, sin asegurarme, cometiendo imprudencias.

Al llegar arriba, descubrí por qué aún seguía vivo. Un reguero de sangre inundaba la estancia, y me indicaba el camino hacia mi enemigo. Andrés le había acertado después de todo. Me acerqué mucho, demasiado, tanto que podía sentir la respiración de ese maldito fascista. Preparé mi arma, y sin darme un segundo siquiera para retomar aliento, fui a su encuentro. Nunca había matado tan de cerca como lo iba a hacer en ese instante, nunca cuerpo a cuerpo, nunca mirando fijamente a mi víctima a los ojos. Así que decidí no hacerlo, dejé mi mirada perdida y grité tan fuerte como me permitieron mis pulmones. Descargué sobre mi adversario tan rápido mi fusil que no fui capaz de verlo.

Cuando volví en mí, ya estaba hecho, había acabado con la vida de un joven muchacho y conocí el horror en primera persona. Manuel, el aprendiz de sanitario, el muchacho novato que perdimos en el monte hace tan sólo unas horas yacía junto a mí con un letal agujero en la garganta. Su cuerpo se agitó durante un par de segundos. Luego, se quedó quieto, para siempre. ¿Qué había hecho, dios mío? ¿¡Qué había hecho!? Se oyeron más disparos, abajo, junto a las vías. Algo estaba pasando pero yo era incapaz de alzar la vista, no podía apartarla de la cara de Manuel. Oí a Esteban gritar, luego hubo más disparos, y entonces Esteban dejó de gritar.

- Quitad los explosivos, rápido… −se oyó a lo lejos−

Sabía lo que estaba pasando, sabía que todo había sido un desastre. Mientras los escuché subiendo las escaleras me senté junto a Manuel y me quité las botas. Mis calcetines seguían chorreando así que me los quité también. Un soldado franquista entró en la habitación y me vio allí sentado, completamente abatido. No fui capaz de reconocerlo bajo el uniforme nacional.

- ¡Antonio!

Hacia tanto que no veía a mi primo que tardé tiempo en darme cuenta que lo tenía delante. Cuando por fin lo hice, dos soldados más entraron en la habitación. Dos soldados más, y un suboficial del ejército enemigo.

- ¿Le conoces? −le preguntó el suboficial a mi primo Francisco−

- Sí, señor, es mi primo Antonio, de mi pueblo…

- Bien, pues ya que le conoces, acaba con él.

El suboficial le tendió su propia pistola, y mientras mi primo me encañonó miré hacia la ventana. La niebla por fin se disipaba. Mi última noche acababa y amanecía un nuevo día. Antes de esta maldita guerra fratricida Esteban y Rafael eran campesinos, Andrés panadero, y Alonso maestro escuela. Antes de esta guerra mi primo Francisco quería ser abogado. Antes de esta guerra yo era feliz.

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