miércoles, 3 de febrero de 2010

PAVÉS. Capítulo 1

¿Una entrevista dice? ¿Y a santo de qué si puede saberse? ¿Después de tantos años? ¿Está seguro? Hmm. Qué raro. Años retirado sin echarme cuentas y ahora viene usted y me propone un reportaje. Perdone, pero todo esto me suena muy raro así que paso. Gracias por acordarse de uno y adiós muy buenas. Clong. Teléfono colgado. Que se busque otro. Yo ya estoy harto de hablar de mi carrera y que me recuerden lo poco que gané y lo mucho que la lié. ¿Éxitos? Muy escasos, la verdad. Se pueden contar con la palma de una mano, y sobran dedos. Dos para ser exactos. ¿Fracasos? ¿Escándalos? De esos tengo a puñados. Y tengo que reconocer que de algunos estoy bastante más orgulloso que de mis triunfos de etapa. Corrí como profesional nueve años, de principios del 79, en el que debuté en una Vuelta a Andalucía en la que me sentí como un niño con zapatos nuevos hasta el Tour del 88 del que me echaron por dopaje. El momento más triste de toda mi carrera y también el último. Vaya estampa. Perico en el podio de los Campos Elíseos convirtiéndose en el tercer español en ganar la ronda francesa y yo camino de mi casa, por la puerta de atrás, y con el rabo entre las piernas. Maldita testosterona de las narices. No era rápido, no era fuerte, y tampoco tenía resistencia. Para las cronos me faltaba concentración. Para todas. Para las cortas, para las largas, y sobretodo para las que se corrían por equipos. No me gustaban nada. Y de la alta montaña mejor ni hablar. Ni subía bien los puertos ni los bajaba con habilidad. Vamos, que de clase lo que se dice clase no es que estuviera muy sobrado pero en cambio de temperamento, de eso que los periodistas llaman carácter cuando en realidad quieren decir huevos, de eso sí que tenía para dar y regalar. Que yo habré sido un gregario de segunda fila al que las piernas no respondían casi nunca pero como se me cruzaran un buen día las bielas era capaz de dar una guerra que no veas. Ring de nuevo. ¿Será este tío otra vez? ¿Sí? ¿No se rinde usted? A ver, de qué quiere hablar. Le advierto que como insinúe algo de sacar trapos sucios lo mando a la mierda pero ya. Ah, que no es eso. ¿Y de qué se trata entonces?

Estamos a principios de junio del 96. Acaba de terminar un Giro de Italia extraño que arrancó en Atenas y que ha ganado Pavel Tonkov por delante de Enrico Zaina y de Abrahám Olano y que he seguido con bastante parsimonia por la tele. Me cuenta que en su periódico están preparando un especial para julio sobre la próxima edición del Tour de Francia en el que Indurain va a intentar hacer lo que nadie ha logrado aún en la historia. Ganar seis Tours, y además ganarlos seguidos. ¿Y qué tengo que ver yo con eso? Yo que me fui del Tour como un leproso y que no he vuelto a poner un pie en Francia desde mi expulsión. ¿Grandes gestas sin conseguir? ¿De qué me habla? ¿Me lo explica? Al principio no me entero muy bien de qué me habla así que me callo y dejo que me cuente de qué va el reportaje exactamente: logros que aún quedan por batir en el ciclismo español y de los hombres que han estado a punto de conseguirlos en el pasado. El motivo de llamarle a usted, me dice, no es ni su participación en el Tour, ni sus prácticas dopantes del pasado. Tampoco lo son ni sus peleas con otros corredores ni su despido fulminante de su equipo ciclista. El motivo es anterior a todo eso. Tiene que ver con los inicios de su carrera, cuando era un chaval y se quedó a las puertas de la victoria en la clásica más importante del calendario ciclista. Quiero que me cuente cómo vivió el Infierno del Norte. Cómo fue aquella Paris-Roubaix del 81 que tan cerca estuvo de ganar. Vaya, qué sorpresa. Esto no me lo esperaba. Parece que este tío va acabar hablando bien de mí después de todo. ¿Qué me dice? ¿Acepta? Estoy dispuesto a ir a su casa ahora mismo con un fotógrafo y realizarle una entrevista. ¿Qué contesta? Y entonces algo pasó en mi cabeza que se nubló por completo y se hizo el silencio. ¿Hola? ¿Sigue ahí? Ya no pude articular palabra. Mira que quise pero no pude. De haber podido hacerlo le habría dicho que encantado, que viniera a casa cuando quisiera, faltaría más, que tenía las puertas abiertas y que viniera con los fotógrafos que le diera la gana que aquí estaría yo preparándole té con pastas. Pero no pude. Tenía la mente en blanco. Hacía tanto de aquello. ¡Quince años ya! ¿Oiga? ¿Oiga? El tío siguió desgañitándose durante un buen rato sin resultado alguno. Dejé el teléfono en la mesa y me acerqué al escritorio del salón movido como por una fuerza superior. Llegué a la mesa a trompicones y casi sin darme cuenta me fijé en el pisapapeles que estaba en aquella misma mesa desde hacía quince años ya. Me acerqué mucho. Mucho. Allí estaba él y allí estaba yo. Frente a frente. Mirándonos. De un lado, yo, un ciclista retirado, viejo, y oxidado, sin ningún logro reseñable en su currículo; y del otro, él, un maldito, irregular, y sucio adoquín de carretera que una tarde lluviosa de primavera me traje del norte de Francia con un juramento bajo el brazo. La promesa de no poner un pie de nuevo sobre aquellos terribles adoquines. Pavés, dije. ¿Qué hay de nuevo, viejo?

1 comentario:

  1. bonito relato. Y bonita foto, muy parecida a la que hice este Año Nuevo en la ciudad de Ostia Antica, junto a Roma, y que publiqué en mi blog con el inicio del año. Me asomaré a veros, escritores!

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